Del Agua al Espíritu
“La santificación no es mi idea de lo que yo quiero que Dios haga conmigo, sino que es el diseño de lo que Dios quiere hacer conmigo.”
Jesús le dijo a Nicodemo que es necesario nacer de nuevo. Nuestro primer nacimiento (“de agua”) nos permite crecer físicamente hasta llegar a la madurez natural. Nuestro segundo nacimiento (“del Espíritu”) nos abre la entrada al “reino de Dios”. Y tan natural como el desarrollo después de nuestro ingreso al mundo material es la santificación después de nuestra salvación (con referencias a Juan 3:3-5).
Este fue el glorioso plan divino aún antes de que le conozcamos o nos acercáramos a Él. “En amor nos predestinó para ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo… para alabanza de su gloriosa gracia, que nos concedió en su Amado. En él tenemos la redención mediante su sangre, el perdón de nuestros pecados, conforme a las riquezas de su gracia” (Efesios 1:4b-7 NVI).
Así como Dios planeó nuestro desarrollo físico, también claramente predispuso que lleguemos a la madurez espiritual. “Dios nos escogió en él antes de la creación del mundo, para que vivamos en santidad y sin mancha delante de él” (Efesios 1:4 NVI). La expresa voluntad de Dios es nuestra santificación y para esto nos llama a establecer una estrecha relación personal consigo mismo siendo que es el único dador de dicha bendición (1 Tesalonicenses 4:3,7).
Viendo la importancia de esta excelente experiencia, es bueno entender que realmente es la santificación. El autor Oswald Chambers dijo: “La santificación no es mi idea de lo que yo quiero que Dios haga conmigo, sino que es el diseño de lo que Dios quiere hacer conmigo”. Para captar el concepto es imperative comenzar con esta profunda pauta: nuestra vida entera no es lo que yo deseo sino lo que Dios desea para mí.
Uno de los aspectos que más me gusta de nuestras doctrinas es que están basadas completamente en la Palabra de Dios. Por ende, se aplican a todas las personas en todo el mundo. Creemos que es el privilegio de todos los creyentes de ser santificados “por completo” y que su ser entero, “espíritu, alma y cuerpo”, puede ser guardado “irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo.”
Esta doctrina toma forma en las palabras que Pablo escribió a los cristianos en Tesalónica. Al llegar al final de su mensaje, el apóstol les recuerda del inminente regreso del Señor, instándoles a vigilar y ser sobrios (5:6). Luego elevó una petición pastoral: “Que Dios mismo, el Dios de paz. los santifique por completo, y conserve todo su ser —espíritu, alma y cuerpo—, irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (5:23 NVI). Terminó con una poderosa promesa: “El que los llama es fiel y así lo hará” (5:24 NVI).
Podemos entonces simplemente tomar la palabra del Soberano, quien desea que seamos santos como Él es santo (Levítico 11:44). Es pues nuestro sagrado privilegio, como Sus siervos, de permitir que Su Espíritu haga en nosotros esta obra de transformación. Por fe recibimos Su perdón y confiamos que continuará el proceso hasta que lleguemos a completa madurez espiritual.
Algunos se preguntarán, ¿cómo es que Dios puede reproducir Su santidad en nosotros? Recordemos como Jesús nos instó a negar nuestros propios deseos, tomar nuestra cruz y seguirle diariamente (Lucas 9:23). También nos pidió a permanecer en Su palabra (Juan 8:31), no sólo escuchando Sus instrucciones, pero más bien poniéndolas en práctica (Mateo 7:24-25).
La Biblia está repleta de Sus indicaciones para aplicar en nuestro diario vivir. Algunas son amplias, por ejemplo: de separarnos del mundo (Isaías 52:11), deleitándonos y meditando en Su palabra (Salmo 1:2), de la continua renovación de nuestro entendimiento (Romanos 12:2), despojándonos de todo pecado y poniendo nuestra mirada singularmente en Jesús (Hebreos 12:1-2).
Pero también hay enseñanzas más directas, que tratan con situaciones más específicas. Por ejemplo, Jesús dijo: “Más bien, acumulen para sí tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el óxido carcomen, ni los ladrones se meten a robar” (Mateo 6:20 NVI). Y Juan añade: “No amen al mundo ni nada de lo que hay en él” (1 Juan 2:15a NVI). Esto claramente contradice como el mundo busca amasar fortunas y acumular cosas para mostrar nuestro valor.
Para ayudarnos en este (a veces arduo, a veces grato) proceso de transformación, el Espíritu Santo viene a nuestro socorro. Él nos enseña (y aún nos hace recordar) lo que hemos aprendido del Hijo (Juan 14:26). En Su función de Ayudador (Juan 15:26) nos convence de lo que es erróneo (Juan 16:8), nos guía a discernir toda verdad, y como glorificar a Dios en cada aspecto de nuestras vidas (Juan 16:13-14).
Cabe recalcar que no es por ninguno de nuestros esfuerzos, habilidades o destrezas que perfeccionamos nuestra persona. Así como somo salvos por gracia, “no por nuestras propias obras de justicia, sino por su misericordia”, Dios continúa Su obra “por medio del lavamiento de la regeneración y de la renovación del Espíritu Santo…” (Tito 3:5 NVI).
Muchos en el mundo (y algunos en las iglesias) piensan que es suficiente hacer honorables obras y ser personas nobles. Pero todo ser humano que ha tratado de ser santo por sus propias manías ha fallado completamente. Más bien la verdad es lo inverso, “somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica” (Efesios 2:10 NVI).
Nuestro Padre envió al Hijo para rescatarnos del pecado y al Espíritu Santo para redirigir nuestras energías. Somos salvos por gracia y es el don de Dios que nos habilita a hacer buenas obras para Su gloria—“para que nadie se jacte” (Efesios 2:9b NVI).
Todo lo que el mundo nos ofrece, todo lo que el enemigo insinúa, es contrario a lo que Dios nos instruye. Por esto es necesario enfocarnos en Él y en Su palabra. Así podremos aprender cómo vivir enteramente santificados, como Jesús vivió. Él, que vivió obedeciendo perfectamente los mandamientos de Su Padre, es nuestro ejemplo y modelo.
Permitiendo al Espíritu Santo dirigir nuestra vida, ¡podremos hacer como Jesús hizo (Juan 14:12).